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lunes, 3 de junio de 2013

El fénix dorado y el dragón de jade


Hace mucho, muchísimo tiempo había un dragón de jade tan blanco como la nieve que vivía en una cueva en la roca en la orilla este del río Celestial y un hermoso fénix dorado que vivía en el bosque al otro lado del río.

Al dejar su casa cada mañana el dragón y el fénix se encontraban antes de ir cada uno por su lado, uno a volar en el cielo y el otro a nadar en el río Celestial. Un día ambos llegaron a una isla encantada donde encontraron una piedrecita brillante que les fascinó con su belleza.

“Mira que hermosa es esta piedra”, le dijo el fénix dorado al dragón de jade.

“Vamos a pulirla y darle forma para que se convierta en una perla”, dijo el dragón de jade.

Entonces se pusieron a trabajar la piedra, el dragón utilizando sus garras y el fénix su pico. La pulieron día tras día, mes tras mes, hasta que al final la convirtieron en una pequeña y perfecta esfera. Emocionado, el dragón voló hacia la montaña sagrada para recoger gotas de rocío de la mañana y el fénix recogió agua clara del río Celestial, para rociar y lavar la esfera. Gradualmente se convirtió en una perla deslumbrante. Ambos se habían hecho tan amigos que ninguno quería volver a su hogar, por lo que se establecieron en la isla encantada, guardando la perla.

La perla era mágica: cada vez que brillaba, todo iba mejor, los árboles se volvían verdes todo el año, las flores de todas las estaciones florecían a la vez y la tierra daba sus mejores cosechas.

Un día, la Reina Madre del Paraíso, al salir de su palacio vio a lo lejos los brillantes rayos que irradiaba la perla y, impresionada por la visión, se propuso ser la propietaria de la perla. Envió a uno de sus guardianes en mitad de la noche a robársela al dragón de jade y al fénix dorado mientras dormían. Cuando el guardián volvió con ella, la Reina Madre estaba encantada, decidió que no se la enseñaría a nadie e inmediatamente la escondió en el cuarto más recóndito del palacio para llegar al cual había que atravesar nueve puertas con cerrojos.

Cuando el dragón de jade y el fénix dorado se despertaron por la mañana, se encontraron con que la perla faltaba. Desesperadamente, se pusieron a buscarla por todas partes: el dragón escrudiñó cada rincón del fondo del río Celestial, mientras que el fénix dorado barría cada pulgada de la montaña sagrada, pero todo fue en vano. Continuaron su búsqueda día y noche, con la esperanza de recuperar su valioso tesoro.

El día del cumpleaños de la Reina Madre, todos los dioses y diosas del Paraíso fueron a su palacio para felicitarla. Ella preparó una gran fiesta, entreteniendo a sus invitados con néctar y albaricoques celestiales, la fruta de la inmortalidad. Los dioses y las diosas le dijeron:

“Ojalá que tu fortuna sea tan grande como el Mar del Este y tu vida dure más que la Montaña del Sur”

La Reina Madre estaba emocionada y, con un súbito impulso, declaró:

“Mis queridos amigos inmortales, quiero enseñaros una preciosa perla que no se puede encontrar ni en el Paraíso ni en la Tierra”

Entonces sacó las nueve llaves de su bolsillo y abrió una por una las nueve puertas. Del más recóndito cuarto del palacio sacó la perla brillante, la colocó en una bandeja de oro y cuidadosamente la llevó al centro del salón de baile, que inmediatamente quedó iluminado por sus destellos. Todos los invitados quedaron fascinados por su brillo y la admiraban embobados.

Mientras tanto, el dragón de jade y el fénix dorado continuaba su infructuosa búsqueda, cuando, de repente, el fénix dorado vio su brillo y resplandor en la distancia y llamó al dragón de jade: “Mira, ¿no es nuestra perla?”

El dragón de jade sacó su cabeza del río Celestial y miro y dijo: “Por supuesto que es, no hay duda, vamos a recuperarla”

Volaron hacia la luz, que les condujo al palacio de la Reina Madre. Cuando tomaron tierra allí, encontró a todos los dioses y diosas inmortales apelotonados alrededor de la perla, alabándola admirados. Empujando y abriéndose camino entre la multitud, el dragón de jade y el fénix dorado gritaron a la vez: “¡Esta es nuestra perla!”

La Reina Madre se puso furiosa y exclamó: “Tonterías, yo soy la madre del Emperador del Paraíso, y todos los tesoros me pertenecen”.

El dragón de jade y el fénix dorado se enfadaron entonces mucho por lo que la reina decía y protestaron:

“El paraíso no ha creado esta perla, ni ha nacido de la tierra, fuimos nosotros quienes le dimos forma y la pulimos, nos llevó muchos años de duro trabajo”.

Avergonzada y furiosa, la Reina Madre agarró fuertemente la bandeja y ordenó a los guardianes del palacio que expulsaran al dragón de jade y al fénix dorado, pero ellos lucharon con todas sus fuerzas, con la determinación de arrebatarle la perla a la Reina Madre. Los tres pelearon por la bandeja dorada, que, al ser zarandeada en la pelea salió disparada, y con ella la perla, que rodó hasta el borde de la escalera para luego caer al vacío.

El dragón de jade y el fénix dorado salieron corriendo como una exhalación, intentando evitar que la perla se rompiera en pedazos. Volaron en su búsqueda, hasta que al final se posó con suavidad en la tierra. Al tocar el suelo, la perla inmediatamente se convirtió en un claro y verde lago.

El dragón de jade y el fénix dorado no podían soportar la idea de separarse de él, y se convirtieron en dos montañas, quedando para siempre al lado del lago.

Desde entonces, la Montaña Dragón de Jade y la Montaña Fénix Dorado permanecen serenamente a ambos lados del Lago del Oeste.

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