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sábado, 4 de mayo de 2013

El amor de Sukanyâ

Chyâvanâ era un asceta dedicado a meditar a orillas de un lago. Llevaba tantos años haciendo meditación y era tal su concentración que sin darse cuenta su cuerpo quedó recubierto por un gran hormiguero.

Un día, una de las hijas del rey, Sukanyâ, paseando con sus amigas llegó hasta el lago y al ver aquel gran hormiguero le entró la curiosidad de saber que era lo que había en su interior y viendo dos agujeros en su parte superior, introdujo una rama en ellos y al momento un chorro de sangre empezó a manar pues sin querer, las había clavado en los ojos de Chyâvana dejándole ciego. Aterrorizada huyó de allí y cuando llegó al lugar donde había dejado a sus amigas, vio con espanto como tanto ellas como sus criados sufrían dolores terribles.Cuando regresaron a palacio y le contaron al rey lo que había pasado, este decidió ir a visitar al asceta para pedirle perdón y lograr así que sus súbditos dejaran de sufrir. Llegado a la orilla del lago, se arrodilló al lado del hormiguero y le suplicó al asceta perdón por lo que su hija había hecho ofreciéndole reparar el daño en la medida que Chyâvana le dijera y este le contestó que sólo lo podría compensar el que alguien lo ayudara ya que ahora estaba ciego y no podía valerse por si mismo.

El rey se quedó encantado con la contestación ya que para él no era problema enviarle un montón de servidores y así se lo hizo saber; pero Chyâvana tenía en mente otra idea muy diferente que no tardó en comunicar al rey y era que tendría que ser su hija la que lo cuidara y para ello tendría que convertirse en su esposa, solo así desaparecería la maldición.

El corazón del rey se llenó de tristeza pues Sukanyâ era su hija preferida y siempre había deseado para ella un príncipe joven y hermoso como marido y no un viejo pobre y ciego. Enterada la princesa del precio que tendrían que pagar, ella misma se ofreció para reparar el daño causado y liberar así del dolor a las personas que no eran culpables de nada. Accedió el rey y se celebró la boda y terminada esta desapareció la maldición. Agradecidos los súbditos cantaron alabanzas a la princesa y les acompañaron al bosque en donde vivirían los esposos en una humilde cabaña junto al lago. Una vez allí, Sukanyâ cambió sus lujosos ropajes por una sencilla túnica de lino blanco y pronunció el voto de pobreza para ser igual que su marido.

A partir de entonces ella cuidó de su esposo procurando que no le faltara de nada, recogía flores para las ofrendas, velaba su sueño, lo alimentaba y lo aseaba y cumplía con todo deber de esposa llegando a amarle de todo corazón pues aunque viejo y ciego era un buen hombre.

Un día mientras ella se bañaba en el lago se presentaron dos dioses gemelos de la medicina que la saludaron y quedaron prendados de su hermosura. Preguntáronle entonces como es que vivía allí sola en un lugar tan apartado y ella les relató la historia de su vida y fue entonces que los dioses pensaron en tentarla para probar lo firme de su amor; le dijeron que no era justo que una joven tan hermosa malgastara su vida viviendo con un viejo y ciego asceta y le propusieron que se casara con uno de ellos, sería rica y no tendría que llevar aquella gastada túnica, poseería trajes lujosos y joyas esplendorosas que realzarían su belleza. Ella les contestó que amaba a su marido y que no le abandonaría, ni siquiera por un dios. No quisieron ellos darse por vencidos y pasaron a proponerle un trato; nosotros somos médicos celestiales y ninguna enfermedad se nos resiste, así que si tanto amas a tu marido demuéstralo haciendo algo por él, cásate con uno de nosotros y a cambio le devolveremos la vista. Ella se enfadó muchísimo y los maldijo por querer aprovecharse como dioses de una pobre mujer que lo único que deseaba era compartir la vida con su esposo.

Quedaron ellos complacidos con la respuesta y le dijeron que sólo se lo habían propuesto para probar la firmeza de su amor y le pidieron disculpas por haberla ofendido, prometiéndole entonces que devolverían la vista a su esposo y no sólo eso, sino que además lo volvería joven y agraciado, pero para ello tendría que pasar una prueba. Ella aceptó el reto y preguntó en que consistiría a lo que ellos le respondieron: “Nos sumergiremos los tres en el lago y cuando salgamos todos tendremos la misma apariencia, si tu devoción por tu marido es tan grande como dices lo reconocerás a él, ¿quieres intentarlo?”.

Sin dudarlo ni un momento Sukanyâ accedió a lo que le proponían. Entraron los dioses y Chyâvana en el lago sumergiéndose hasta desaparecer y al cabo de un rato salieron tres hermosos jóvenes exactamente iguales y uno tras otro le dijeron: “yo soy tu esposo ¿no me reconoces?. Durante un momento la invadió el miedo, pero elevó los ojos al cielo y le rogó a la diosa Aditi, la benéfica, que es la madre por excelencia, que la ayudara con alguna señal que le pudiera indicar cual era su amado esposo y en aquel momento percibió un ligero parpadeo en uno de los jóvenes y dirigiéndose a él le dijo: “Tú eres Chyâvana, mi esposo” y no se equivocó pues había recordado que los dioses no parpadean.

Los dioses gemelos los bendijeron y antes de desaparecer vieron como la princesa y el ahora joven y hermoso marido, que ya no estaba ciego, se dirigían a palacio para darle la buena noticia al rey.

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