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lunes, 17 de diciembre de 2012

Con una braza de cuerda

Había una vez una viuda que vivía con su hijo, pero éste no era más que un holgazán sin remedio. Por pereza se quedaba tumbado todo el día en su cuarto, comía acostado sobre su colcha y hacía sus necesidades en un orinal junto a la puerta. Su madre había intentado de mil maneras incentivar a su hijo a que trabajara, primero con buenas palabras y luego a los golpes, pero nada había funcionado. Un buen día, la pobre mujer se cansó y lo echó a gritos de la casa. El muchacho, sin inmutarse, le pidió a su madre que le trajera un manojo de paja. La mujer, intrigada, se lo trajo y entonces vio con sorpresa que su hijo se ponía a tejer una cuerda. Decidió darle una oportunidad y lo dejó hacer, mientras ella iba a trabajar al arrozal. Cuando volvió, descubrió que el muchacho había tejido sólo una braza de cuerda en todo el santo día. Furiosa hasta las narices, volvió a echar a su hijo de la casa y le amenazó del siguiente modo: “¡No vuelvas hasta que te hayas convertido en un hombre hecho y derecho!”
El holgazán salió de su casa provisto únicamente con la cuerda de paja que había tejido. Vagó durante horas
enteras sin dirección fija hasta que se encontró con un vendedor de tinajas. Al pobre hombre se le había roto la soga con la que ataba su carga y no podía dar un paso adelante. El holgazán le ofreció entonces la cuerda de paja que había tejido a cambio de una de las tinajas. Era un muy mal negocio, pero el hombre no tuvo más remedio que aceptar. El muchacho siguió su camino hasta que entró en un pueblo. En la fuente pública vio cómo una mujer, sin querer, se tropezaba y rompía la tinaja de otra persona. Como debía reponerla de inmediato, el holgazán le ofreció la suya nueva a cambio de veinte libras de arroz. La tinaja no valía eso ni mucho menos, pero ante la necesidad le dio lo que el mozo le pedía. El holgazán siguió su camino con el saco de arroz sobre los hombros. En la entrada de una posada vio a un burro que estaba a punto de morirse. La carga que soportaba era demasiada para su cuerpo flaco y cansado. El holgazán fue al dueño del burro y le ofreció las veinte libras de arroz por el animal agonizante, a lo que el dueño aceptó gustoso. El holgazán le dio de comer y beber al burro y lo dejó descansar el día entero. A la mañana siguiente, el animal estaba como nuevo, así que montó sobre él y siguió su camino. En las afueras de otro pueblo, se encontró con un templete de madera y techo de paja, en el que reposaba el cuerpo de una muchacha joven y bonita que acababa de fallecer. Como había empezado a llover, el holgazán no tuvo más remedio que resguardarse bajo el templete. Como por milagro, la muerta abrió los ojos y miró a su alrededor. Pasado el susto, el holgazán le preguntó quién era y ella respondió que era la hija del gobernador del pueblo. El holgazán la subió sobre su burro y la llevó junto a su padre. El gobernador, agradecido, le pidió que se casara con su hija y él aceptó con gusto. Una vez celebrada la boda, el holgazán se había convertido en el yerno de uno de los hombres más ricos y poderosos de la comarca.
Pensando que su madre ya no se avergonzaría de él, el joven perezoso decidió llevar a su flamante esposa a su pueblo para que la conocieran todos. Con el burro cargado de regalos y ellos montados sobre esbeltos caballos, partieron de la casa del suegro. Durante el viaje se encontraron con un comerciante de seda. Era un tipo taimado que enseguida puso los ojos en la joven esposa y en los caballos. El holgazán lo observó con ojos no menos codiciosos y se dijo que su madre quedaría muy impresionada con tanta seda. Con el propósito de engañarse el uno al otro, el comerciante y el holgazán se propusieron un trato. El que lograra formular una adivinanza que el otro no pudiera adivinar se quedaría con todo. Comenzó el holgazán, que le dijo al comerciante: “¿Qué da por resultado una cuerda de paja, más una tinaja, más un saco de arroz, más un burro y una muchacha muerta?” El comerciante, por mucho que lo pensó, no pudo adivinar de qué se trataba. Entonces el holgazán le contestó: “¿No se da cuenta? ¡Soy yo! ¡Un hombre hecho y derecho!” De este modo, el holgazán ganó la apuesta y se quedó con todo. Su madre, cuando lo vio llegar bien vestido, cargado de regalos y con una esposa noble y bonita, casi se cae de espaldas. A partir de este día, su madre le cambió el mote de holgazán por el de hombre afortunado.

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