Cuentan que en tiempos remotos vivió en Japón un matrimonio de ancianos cuya cualidad principal era la bondad. El hombre trabajaba su huerto acompañado siempre de su fiel perro. Un día le oyó ladrar mientras que excavaba la tierra con sus patas. Después de remover la tierra el viejo encontró un cofre que con tenía oro y joyas en abundancia. Cuando llegó a casa lo habló con su mujer y ambos decidieron que lo mejor era repartir una parte entre los pobres y el resto invertirlo en tierras de cultivo.
Poco conocían a sus avaros vecinos, otro matrimonio de ancianos, que casi mueren de envidia al enterarse de la suerte de los vecinos. Estos fueron al día siguiente y robaron el perro, pues ellos también querían un tesoro. Se lo llevaron ofreciéndole carne para atraparlo. Pero el perro desconfió en todo momento; no comió ni se movió. El vecino enfurecido golpeó al perro hasta matarlo. Cuando el dueño del can se enteró lloró la muerte de su perro, recogió sus restos y los quemó, dándole una hermosa des pedida. Sobre su tumba plantó un pequeño pino que creció rápidamente y se convirtió en un corpulento árbol.
Pasado un tiempo, el perro se aparecía a su dueño en sueños y le sugería cortar el pino de su tumba para hacer con él una mesita donde limpiar el arroz. El viejo le hizo caso y cuando golpeaba el arroz para limpiarlo, éste se convertía en granos de oro. El vecino, que andaba siempre rondando por allí, le pidió prestada la mesita. El anciano bondadoso no supo decir que no pero cuando el vecino comenzó a golpear el arroz lo único que hacía era resquebrajarlo. Iracundo, hizo con la mesa lo mismo que hizo con el perro, molerla a palos.
Volvieron las apariciones del fiel perro y en esta ocasión le dijo al anciano que recogiese las astillas de la mesa mágica y las esparciera sobre un árbol seco pues éste florecería al momento. El viejo siguió sus consejos. Recogió las astillas y las lanzó hacia un árbol viejo y desvencijado. En el acto se convirtió en un árbol florido y hermoso. Marchó por los pueblos enseñando a las gentes el prodigio de ver florecer los árboles en invierno y así poder olvidar a sus malvados vecinos.
Cuando el emperador se enteró quiso verlo con sus propios ojos y cuando recibió la visita de nuestros ancianos bondadosos, se quedó muy sorprendido al ver cómo florecían los árboles en invierno. El vecino malo, al saberlo, le robó los restos de astillas que el viejo había dejado en su casa y fue anunciando que él también era capaz de hacer revivir los árboles secos. El emperador quiso ver si realmente alguien podía repetir el prodigio antes visto pero el viejo avaro cuando soltaba las astillas no sólo el árbol no revivía, sino que se fueron a clavar en la cara del mismísimo emperador. El monarca enfureció y mandó cortarle la cabeza. Pero el matrimonio bondadoso habló al emperador para pedirle clemencia. Éste aceptó y los ancianos se comprometieron a enseñarles el buen camino.
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