Había en un pueblo de la India
un hombre de gran santidad. A los aldeanos les parecía una persona
notable a la vez que extravagante. La verdad es que ese hombre les
llamaba la atención al mismo tiempo que los confundía. El caso es que le
pidieron que les predicase. El hombre, que siempre estaba en
disponibilidad para los demás, no dudó en aceptar. El día señalado para
la prédica, no obstante, tuvo la intuición de que la actitud de los
asistentes no era sincera y de que debían recibir una lección. Llegó el
momento de la charla y todos los aldeanos se dispusieron a escuchar al
hombre santo confiados en pasar un buen rato a su costa. El maestro se
presentó ante ellos. Tras una breve pausa de silencio, preguntó:
--Amigos, ¿saben de qué voy a hablarles?
--No -contestaron.
--En
ese caso -dijo-, no voy a decirles nada. Son tan ignorantes que de nada
podría hablarles que mereciera la pena. En tanto no sepan de qué voy a
hablarles, no les dirigiré la palabra.
Los
asistentes, desorientados, se fueron a sus casas. Se reunieron al día
siguiente y decidieron reclamar nuevamente las palabras del santo.
El hombre no dudó en acudir hasta ellos y les preguntó:
--¿Saben de qué voy a hablales?
--Sí, lo sabemos -repusieron los aldeanos.
--Siendo así -dijo el santo-, no tengo nada que decirles, porque ya lo saben. Que pasen una buena noche, amigos.
Los aldeanos se sintieron burlados y experimentaron mucha indignación.
No
se dieron por vencidos, desde luego, y convocaron de nuevo al hombre
santo. El santo miró a los asistentes en silencio y calma. Después,
preguntó:
--¿Saben, amigos, de qué voy a hablarles?
No queriendo dejarse atrapar de nuevo, los aldeanos ya habían convenido la respuesta:
--Algunos lo sabemos y otros no.
Y el hombre santo dijo:
--En tal caso, que los que saben transmitan su conocimiento a los que no saben.
Dicho esto, el hombre santo se marchó de nuevo al bosque.
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