El sol, la luna y las estrellas destacaban entre las deidades
animistas de la antigua China y los dos primeros continuaron siendo
venerados en ceremonias y sacrificios hasta principios del siglo XX. Aún
se pueden contemplar altares consagrados al sol y la luna en la capital
china, Pekín, si bien ya no se utilizan. No obstante, el sol nunca se
singularizó como deidad suprema, y en la jerarquía divina reconocida por
el estado imperial, sol y luna figuraban por detrás del cielo, la
tierra, los antepasados imperiales, los dioses del grano y el suelo y
Confucio.
La mayoría de los chinos tiene un apego sentimental a
la luna y sobre todo a la luna llena, cuya forma redonda simboliza la
reunión definitiva del círculo familiar. Aún goza de gran popularidad el
festival de mediados de otoño, que se celebra el decimoquinto día del
octavo mes del calendario lunar, cuando la luna está llena.
Esa noche se
reúnen las familias y, entre otras cosas, comen «pasteles de la luna»
redondos.
Los dioses estelares, cada uno de ellos asociado a una
estrella o grupo de estrellas concretos, existen desde la antigüedad y
eran especialmente numerosos en el panteón taoísta: dioses de la
literatura, de la longevidad, de la felicidad, etcétera. La mayoría de
los mitos estelares se desarrolló relativamente tarde en la religión y
el folclore chinos, pero uno muy famoso, el de Yi, arquero divino dotado
de poderes mágicos, se remonta al menos al siglo XI a. C. Según este
mito, en los orígenes había diez soles que rodeaban la tierra. Todos
ellos vivían en un árbol gigantesco llamado Fu Sang, que crecía en un
manantial caliente más allá del horizonte oriental, y eran hijos del
Señor de los Cielos, Di Jun, y de la diosa Xi He, quien había decretado
que sólo apareciese un sol en el cielo cada vez. Xi He lo escoltaba en
su carro y después lo llevaba a casa, al árbol Fu Sang, al final del
día. A la mañana siguiente le tocaba el turno al segundo sol y así
sucesivamente hasta que volvía a llegarle el turno al primero.
Pasaron
los años y todo parecía indicar que esta situación se mantendría
indefinidamente. Pero no ocurrió así, porque a los diez hermanos
empezaron a resultarles molestos sus deberes y se quejaban de la
disciplina impuesta por su madre. Celebraron una asamblea en las ramas
del árbol Fu Sang para discutir cómo librarse de aquella esclavitud y
elaboraron un plan. Un día, sin previo aviso, los diez soles aparecieron
en el cielo al mismo tiempo. Habían abandonado el árbol Fu Sang juntos y
pensaban que podrían quedarse en el cielo cuanto quisieran. Al
principio, la gente estaba encantada con la luz y el calor que
proporcionaban los diez soles, pero cuando se agostaron los sembrados y
se destruyeron, empezaron a buscar un medio para disminuir su potencia.
El monarca terrenal era por entonces Yao, reconocido más adelante, junto
a Shun y Yu, como uno de los reyes sabios de la antigüedad. Yao era un
hombre humilde que vivía austeramente en una choza con techo de paja y
comía cereales ásperos y sopas hechas con plantas silvestres. Sufría las
mismas privaciones que su pueblo, cuyo bienestar le preocupaba
profundamente. Rogó a los cielos que intervinieran en favor de la
humanidad e imploró a Di Jun que restableciera el antiguo orden, en el
que sólo aparecía un sol cada día.
Di Jun, Señor de los Cielos,
oyó los ruegos de Yao y ordenó a los otros nueve soles que volvieran al
árbol Fu Sang; pero los soles disfrutaban tanto de su libertad que se
necesitaban algo más que palabras para que acataran las órdenes. Di Jun
decidió enviar a la tierra a uno de sus ayudantes más poderosos, Yi,
para que se encargase de sus díscolos hijos y resolviera al mismo tiempo
otros problemas de Yao.
Tránsito de un alma al reino de los
Inmortales, detalle de la parte superior de un estandarte funerario del
siglo II a. C. El disco rojo grande representa al sol y el cuervo a su
espíritu. Cuando Yi, el arquero divino, disparó contra el primer sol, el
cuervo solar de su interior cayó muerto a sus pies.
Yi tenía fama de arquero experto y antes de que
partiese hacia la tierra Di Jun le dio un arco rojo y una aljaba llena
de flechas blancas. El Señor de los Cielos no quería que Yi hiciera daño
a los soles, sino que los asustara para que le obedecieran.
Yi
descendió a la tierra junto con su esposa, Chang E, y al ver el estado
al que había quedado reducida la gente se encolerizó. Sacó
inmediatamente una flecha de la aljaba y la disparó hacia el cielo. Se
oyó un golpe seco y después se vio una cascada de chispas que se
dispersaron por todos lados desde uno de los soles. Después, entre una
lluvia de plumas dorarías, cayó a los pies de Yi un gran cuervo de tres
patas, con el pecho atravesado por una flecha blanca. Era el espíritu
del primero de los diez soles. (Se dice que el cuervo en el interior del
sol demuestra que los chinos observaron las manchas solares ya en la
antigüedad.)
La muerte de un sol no tuvo gran influencia sobre el
clima, y Yi siguió disparando contra los demás hasta que sólo quedó uno
en el cielo y todo volvió a la normalidad. A consecuencia de esta
hazaña, Yi pasó a ser considerado un gran héroe.
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