Había una vez un bosque hermoso que rodeaba un pequeño pueblo, donde
vivía una liebre. Esta liebre iba a beber a menudo al río, donde nadaba
alegremente un pececito.
Un buen día la liebre y el pez, que eran grandes amigos, se reunieron
en la orilla del río, y comenzaron a charlar sobre los diferentes
trucos que usaban para evitar ser cazados y cocinados a la sartén por
los hombres.
El pez explicó que él, cuando los hombres lanzaban las redes a las
aguas profundas, se ocultaba en las aguas superficiales, y cuando
tiraban las redes en las aguas superficiales, se ocultaba en las
profundas. Y listos.
Y la liebre dijo la suya. Explicó que ella, cuando los hombres
cazaban en la colina cercana, se ocultaba en la colina lejana, y cuando
cazaban en la colina lejana, se ocultaba en la cercana. Y listos.
Pero lo que ni la liebre ni el pez sabían es que un cazador
paseaba cerca de ahí, y pudo escuchar toda la conversación, muy
sonriente, agazapado tras unos matorrales.
A la mañana siguiente, el hombre corrió entusiasmado a juntar unos
cuantos vecinos de los alrededores para ir a cazar liebres. Lo
intentaron en la colina más lejana, y nada. Pero al desplazarse a la
colina cercana, ¡sorpresa! Capturaron la liebre.
Esa misma mañana, fueron al río, y lanzaron sus redes a las
profundidades. Al no conseguir nada, las lanzaron a la superficie y
¡sorpresa! Capturaron al pez!
Los llevaron al pueblo, y los expusieron en el patio. Tanto la liebre
como el pez se quedaron muy, muy quietos, como si estuvieran muertos,
mientras ideaban un plan para escapar. El pez saltó hasta llegar a un
charco de lodo que había por ahí cerca, y al verlo, el cazador lo llevó
al río para lavarlo. El pez aprovechó la ocasión y, con un salto
increíble, cayó de nuevo al río, libre.
La libre, por su lado, intentó huir, mientras el hombre volvía a casa
para cocinarla. Corrió y corrió tanto como sus patitas se lo
permitieron y, con un salto increíble, se adentró al bosque, libre.
Eso sí, ni la liebre ni el pez volvieron a explicar sus secretos, jamás.
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