Había una vez en los tiempos de Shilla, una joven llamada Ji-eun
que vivía con sus padres en Gyeongju, la ciudad capital del reino.
Desde pequeña demostró ser una hija abnegada y solícita, por lo que sus
padres estaban muy orgullosos de ella y jamás lamentaron no poseer un
hijo varón. Sin embargo, la desgracia quiso que el padre muriera cuando
ella era aún una jovencita y que la madre enfermara a resultas del golpe
sufrido. Ji-eun se encontró pues sola para mantener la casa y a su
madre. A pesar de que trabajaba de sol a sol, la pobreza de las dos
mujeres iba cada vez más en aumento. Sus pocas fuerzas no podían
mantener la casa, por lo que tuvieron ir vendiendo poco a poco lo poco
que tenían, llegando incluso a perder la pequeña casa en donde vivían.
Pasó el tiempo sin esperanzas de mejores días y Ji-eun había cumplido ya
los treinta y dos años. La madre, que veía que su hija envejecía sola y
que no había manera de casarla puesto que no tenía dote, se achacaba
toda la culpa se ponía más y más enferma. La situación empeoró de tal
manera que Ji-eun tenía que
alimentar a su madre mendigando arroz por el
barrio, pero a veces no conseguía que le dieran nada y pasaban días
enteros que no podían llevarse nada a la boca. Viendo que de seguir así
su madre enferma moriría de hambre, Ji-eun vendió su libertad por diez
sacos de arroz, lo que alcanzaría para alimentar a las dos durante un
año, y entró a trabajar como esclava de una familia muy rica. Salía a
trabajar antes de que saliera el sol y volvía a su casa cuando era ya
noche cerrada. Entonces le preparaba la comida a su madre enferma. Unos
días después, la madre le comentó a Ji-eun: “Cuando antes comía el arroz
frío que traías de mendigar, me sabía dulce y rico; pero últimamente el
arroz que me haces, aunque está recién hecho y es de la mejor calidad,
me sabe amargo. Incluso, cuando trago cada bocado siento como puñaladas
que me atraviesan el corazón.” Al escuchar esto, Ji-eun no pudo evitar
desatarse en lágrimas y, conminada por la madre, tuvo que confesarle que
se había vendido como esclava a un comerciante. La madre contestó
entonces: “Ahora lo entiendo. La culpa de todo la tengo yo. ¡Cómo
lamento no poder morirme de una vez para dejar de ser un peso para ti!”
Abrazadas, las dos mujeres, lloraban desconsoladamente a lágrimas vivas,
como si no hubiera nada en el mundo capaz de consolarlas. Un joven
guerrero hwarang que escuchó los lamentos y la desesperación a las dos
mujeres, se compadeció de ellas y solicitó a sus padres que las ayudaran
de alguna manera. Sus padres, que eran aristócratas de buen corazón,
pagaron los diez sacos de arroz que Ji-eun debía al comerciante y le
devolvieron la libertad. La historia de abnegación y amor filial de
Ji-eun, que había sido capaz de venderse como esclava para alimentar a
su madre, cundió entre los aristócratas, quienes, conmovidos, la
ayudaron enviándole alimentos, leña y vestidos. Poco tiempo después, la
historia de Ji-eun llegó a los oídos del mismísimo rey de Shilla, quien
considerando que su ejemplo debía ensalzarse y darse a conocer en todo
el reino, le dio a Ji-eun el título honorífico de “hija buena” y dispuso
que a partir de entonces el barrio donde vivía llevara su nombre.
Asimismo ordenó que le enviaran quinientos sacos de arroz y otros granos
y que le construyeran una casa nueva. Y como la repentina buena fortuna
de Ji-eun y su madre podría atraer a maleantes y ladrones, mandó que
los guardias reales vigilaran la vivienda noche y día. Con el tiempo,
gracias a los buenos cuidados de su hija, la madre sanó completamente de
su enfermedad. Ji-eun, por su parte, aunque le surgieron muchos
pretendientes a causa de su repentina riqueza, no se casó nunca y vivió
toda su vida al cuidado de su madre.
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