El ciego y el jorobado eran dos de las personas más pobres del lugar,
pero como eran muy buenos amigos, compartían casa para no tener
tantos gastos. Y, con el tiempo, acabaron por complementarse de
maravilla. Cuando salían a pasear, por ejemplo, el jorobado guiaba al
ciego y el de- go ayudaba a caminar al jorobado. Y lo mismo sucedía
en casa. Mientras el jorobado hacía collares y pulseras artesanales
que luego vendía en la parada del mercado, el ciego se encargaba de
todos los trabajos de la casa: limpiaba, lavaba la ropa, cocinaba y
todo lo demás.
Así vivieron unos cuantos años. El jorobado iba ahorrando lo que
ganaba con sus ventas y el ciego iba manteniendo la casa limpia y
ordenada. Se puede decir que los dos amigos convivían en perfecta
armonía.
Pero un día el jorobado pensó: ”Estoy envejeciendo, no podré
trabajar mucho más. Pierdo la vista y mis dedos no son tan ágiles
como antes”.
Y entonces se preguntó: “¿Qué voy a hacer con el dinero que he
ahorrado en todos estos años? ¿Por qué tengo que compartirlo con el
ciego si he sido yo quien lo ha ganado? Este dinero tendría que ser
sólo para mí. Aunque también es verdad que el ciego es amigo mío y
por eso debería compartirlo con él... No sé qué hacer...”.
El jorobado no paraba de darle vueltas y vueltas al tema.
Hasta que una tarde, al llegar a casa, le dijo al ciego;
—Viniendo hacia aquí he pasado por el mercado y he comprado un
pescado fresquísimo. Pero resulta que me ha salido un compromiso
de última hora y mañana no podré quedarme a comer. Aunque eso
no es problema, amigo mío, ya que puedes comértelo tu, que a mí lo
que me hace feliz es saber que serás tú quien lo va a disfrutar.
—Caramba, muchas gracias —le respondió el ciego—. Me lo cocinaré
con verduritas a la cazuela mañana para comer.
Al día siguiente, el ciego se levantó de muy buen humor. No pasaba
todos los días que uno podía comer un buen pescado. Dedicó la
mañana a hacer las tareas domésticas y, hacia el mediodía, comenzó
a prepararlo.
Lo primero que hizo fue ponerla olla al fuego, luego tiró un chorrito
de aceite y después unas cuantas verduritas del huerto. Y esperó un
poco a que estuvieran bien doraditas antes de poner el pescado.
— ¡Esto va a estar riquísimo! —exclamó mientras dejaba la olla al
fuego haciendo chup-chup.
Pero pocos minutos después, cuando estaba poniendo la mesa, el
ciego empezó a notar un olor realmente extraño.
— ¿Qué es este olor tan raro? —Se preguntó mientras intentaba
localizarlo abriendo y cerrando las aletas de la nariz—. ¿De dónde
vendrá?
El ciego metió las narices por todos los rincones de la casa sin acabar
de localizarlo. Mientras, dolor se hacía cada vez más insoportable.
Tras recorrer todas las habitaciones, el ciego entró en la cocina y
comprobó con sorpresa que el mal olor salía del interior de la casuela.
— ¿Qué cosa más rara? —Dijo toda vez que ponía la nariz justo
encima de la olla—. Sí, sí, no hay duda, el olor sale de aquí
El ciego acercó la nariz cada vez más sin poder ver que la cazuela
soltaba una espesa humareda. Y tanto la acercó que acabó por
entrarle en los ojos. ¡Bueno, no veas cómo picaba! Al pobre hombre
le caían mejillas abajo unos lagrimones enormes. Pero lo que nunca
se pudo imaginar es que, cuando logró abrirlos de nuevo, sus ojos
volvían a ver.
— ¡Veo!—gritaba loco de alegría.
Ya lo creo que podía ver. Aunque lo primero que vio no le gustó
nada; descubrió que dentro de la cazuela no había pescado fresco
sino que lo que había eran serpientes venenosas.
Inmediatamente se dio cuenta de todo: el jorobado había intentado
envenenarle. Pero pensó que también había conseguido hacerle un
gran bien ayudándole a recuperar la visión.
— ¿Y ahora qué hago? —se preguntó—. Porque es cierto que el
jorobado ha intentado matarme, pero también es cierto que gracias a
ello mis ojos pueden volver a ver.
Al final pudo más el enfado que la alegría y el ciego decidió vengarse.
Pilló el bastón más grueso que tenía y se escondió en el rincón más
oscuro a la espera de que el jorobado regresara a casa.
El jorobado llegó cuando ya ende noche. Abrió la puerta y entró en la
casa con pies de plomo, ya que no sabía qué se iba a encontrar.
— Hola, ¿hay alguien en casa? –preguntó cuando llegó al comedor.
Al oírlo, el ciego abandonó su escondite y le pegó tal bastonazo en la
espalda que el jorobado se puso recto de repente.
— ¡Mi joroba ha desaparecido!—exclamó llorando de alegría—. ¡Mi
espalda está recta ¡Gracias, gracias!
Los dos amigos habían intentado hacerse daño el uno al otro; pero lo
único que habían conseguido era hacerse un favor mutuamente. El
ciego había recuperado la vista y el jorobado había perdido la joroba.
Aquella misma madrugada, los dos amigos se sinceraran
explicándose todos sus sentimientos. Se pidieron perdón una y mil
veces prometiéndose que nunca más intentarían hacerse daño, Y así
fue cómo el ciego y el jorobado siguieron viviendo juntos en aquella
casa hasta el fin de sus días. Pero lo más importante que
consiguieron es que su amistad fuera más fuerte cada día.
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