Había una vez una pareja de hermanos que vivían con su madre viuda en lo profundo de un valle montañoso. Para mantener a sus hijos, la madre trabajaba realizando labores domésticas en las casas de las aldeas vecinas. Un día la requirieron en un banquete que se hacía en un pueblo muy lejano. Antes de salir de casa, la madre advirtió a sus hijos: “Niños, hoy debo ir a trabajar a una casa que está cruzando veinte cuestas desde aquí. Así que cuando oscurezca, cierren bien la puerta y no le abran a nadie hasta que yo vuelva”. Los niños asintieron y despidieron a su madre, que se alejó saludándoles con la mano. Se hizo noche oscura, pero la madre no volvía. La niña le dijo a su hermano mayor: “Tengo miedo, ¿por qué no vendrá mamá?” El niño la tranquilizó diciéndole: “Recuerda que se ha ido a trabajar a una casa a veinte cuestas de aquí. Seguro que se retrasa por eso. Ten paciencia.”
La madre terminó de trabajar cuando ya era noche cerrada. Acomodó el paquete de pasteles de arroz que le habían regalado en el banquete sobre su cabeza pensando en lo mucho que les gustaría a los niños y se puso en camino para volver a su casa. La madre iba con mucho miedo, porque se escuchaban aullidos y gruñidos de animales salvajes, pero se dio ánimo pensando en sus hijos que la esperaban en casa. Cuando cruzó la primera cuesta, un enorme tigre saltó de la oscuridad y se le interpuso en el camino. Olfateándola con sus narices, el tigre le preguntó qué llevaba sobre la cabeza y la madre no tuvo más remedio que contestarle que eran pasteles para sus hijos. El tigre se le acercó amenazante y le dijo: “Si me das un pastel, no te devoraré”. La madre se lo dio enseguida y salió corriendo. Al cruzar la segunda cuesta, volvió a aparecer el tigre y la amenazó del mismo modo. La escena se repitió hasta la décimo novena cuesta, cuando a la madre se le acabaron los pasteles. El tigre lanzó entonces un terrible rugido de enojo y, sin escuchar sus ruegos, devoró a la madre en un santiamén.
Pero al tigre no se le aplacó el hambre y al descubrir una luz en una casita que estaba al término de la vigésima cuesta, se dirigió a ella. En ella esperaban los niños a su madre sin imaginar nada de lo ocurrido. El tigre tocó fuerte a la puerta e imitando la voz de la madre les dijo a los niños que abrieran. Los niños se dieron cuenta del engaño y le pidieron que mostrara su mano por el resquicio de la puerta. Al ver la pata del tigre, los niños escaparon aterrorizados por la puerta trasera y se subieron al árbol que estaba junto al pozo del patio. El tigre se dirigió al pozo y al ver el reflejo en la superficie del agua, descubrió a los niños en la copa del árbol. Riendo les preguntó: “Niños, ¿cómo habéis subido tan alto?” Al niño se le ocurrió una treta para engañar al tigre y le respondió: “Nos pusimos aceite de sésamo en las manos.” Como el tigre era feroz, pero muy tonto, fue a la cocina y se embadurnó las patas con aceite. Y cada vez que intentaba trepar, se resbalaba sin remedio. Los niños se rieron con ganas y la niña le dijo a su hermano por lo bajo: “¡Qué tigre más tonto! No se da cuenta que podría subir clavando hachazos sobre el tronco.” Pero el tigre escuchó a la niña y trajo enseguida un hacha, con el que comenzó a subir a grandes trancos, relamiéndose de gusto al pensar en el festín que se daría. Aterrorizados, los niños comenzaron a llorar. El mayor rezó entonces con todo su corazón: “¡Dios del cielo, si quieres salvarnos la vida, envíanos una soga!” Enseguida cayó una cuerda de paja y suspendidos de ella, los niños desaparecieron entre las nubes. El tigre se quedó frustrado, pero no se dio por vencido y también rezó en voz alta: “¡Dios del cielo, apiádate de este tigre hambriento y lánzame también una soga!” Enseguida bajó otra cuerda de paja y el tigre se aferró contento a ella. La cuerda comenzó a subir y subir, pero cuando estaba a punto de desaparecer entre las nubes, se deshizo en pedazos y el tigre cayó sobre un campo de sorgo, tiñéndolo de rojo con su sangre. ¿Qué había pasado? El cielo le había enviado una cuerda de paja podrida para castigarlo por sus maldades. Los niños, por su parte, se convirtieron el uno en el sol que alumbra el día y la otra, en la luna que ilumina la noche.
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