En los tiempos de la dinastía Shilla, entre los años 632 y 647, reinó una reina mujer. Su nombre de monarca era Seondeok y, además de sabia y generosa, poseía un rostro de gran belleza. Cuando la procesión que llevaba a la reina atravesaba las calles de Seorabal en alguna de sus salidas, todo el mundo salía de sus casas para aclamarla y poder contemplar de alguna manera su legendaria hermosura. Un día aconteció que un joven llamado Yigui, que visitaba por primera vez la capital del reino, tuvo la oportunidad de ver desde cerca a la reina Seondeok, que pasaba por la calle principal transportada en una silla de oro y escoltada por una magnífica procesión.
Desde ese instante el joven se sintió atravesado por un profundo e irremediable amor por la reina. El sentimiento, incontrolable, fue creciendo y creciendo, y ante la conciencia de ser imposible e irrealizable, el joven se sumió en un estado de completa locura. Olvidado de volver a su pueblo de origen, vagaba por las calles de Seorabol gritando a todo aquel que quisiera escucharlo que estaba perdidamente enamorado de la reina Seondeok. Tiempo después, cuando la procesión de la reina Seondeok volvió a pasar por las calles de Seorabol, el joven Yigui se lanzó corriendo para alcanzar a la reina. Los guardias lo cogieron antes de que pudiera siquiera aproximarse a ella y se lo llevaron en vilo. Al ver esto la reina preguntó a uno de los ministros que la acompañaban quién era ese joven que gritaba desaforadamente mientras se lo llevaban. El ministro, con la cabeza baja, como si cometiera una gran falta, le explicó quién era Yigui y cuál era la causa que lo había llevado a ese estado. La reina se sintió compadecida del joven y pidió que lo trajeran a su presencia. Los cortesanos intentaron disuadirla, pero la reina no escuchó razones y dijo: “Si yo soy la causa de su locura, puedo ser el remedio que lo cure. Traedlo a mi presencia y dejadlo que camine junto a mí.” Cumpliendo la orden, los guardias trajeron a Yigui, quien no cabía en sí de contento e iba marchando al lado de la silla de la reina saltando y gritando que amaba más a la reina que a sí mismo.
La procesión de la reina se dirigía a un templo budista que se hallaba en las cercanías de Seorabol. Allí la reina se retiró a rezar al santuario principal. Yigui se quedó esperándola bajo una torre de piedra como un perro fiel. Pero el tiempo pasasaba y la reina no terminaba sus oraciones, de modo que Yigui, cansado de tantas emociones, se quedó profundamente dormido al pie de la torre. Cuando la reina terminó sus oraciones y salió fuera del santuario, vio a Yigui que dormía como un bendito apoyado en la torre. Una profunda compasión se apoderó de la reina al ver el aspecto de Yigui. El joven, que era en realidad un hijo de buena familia, se había convertido en un pordiosero, con sus ropas hechas harapos y el cuerpo y el rostro cubiertos de mugre y suciedad. Sonriendo y murmurando por lo bajo “gracias por quererme”, se sacó una de las pulseras de oro que adornaban su muñeca y se la puso con suavidad entre las manos. Hecho esto, la reina y su procesión partieron silenciosamente hacia el palacio.
La procesión de la reina se dirigía a un templo budista que se hallaba en las cercanías de Seorabol. Allí la reina se retiró a rezar al santuario principal. Yigui se quedó esperándola bajo una torre de piedra como un perro fiel. Pero el tiempo pasasaba y la reina no terminaba sus oraciones, de modo que Yigui, cansado de tantas emociones, se quedó profundamente dormido al pie de la torre. Cuando la reina terminó sus oraciones y salió fuera del santuario, vio a Yigui que dormía como un bendito apoyado en la torre. Una profunda compasión se apoderó de la reina al ver el aspecto de Yigui. El joven, que era en realidad un hijo de buena familia, se había convertido en un pordiosero, con sus ropas hechas harapos y el cuerpo y el rostro cubiertos de mugre y suciedad. Sonriendo y murmurando por lo bajo “gracias por quererme”, se sacó una de las pulseras de oro que adornaban su muñeca y se la puso con suavidad entre las manos. Hecho esto, la reina y su procesión partieron silenciosamente hacia el palacio.
Horas después, Yigui despertó y se encontró con que la reina se había ido y el templo estaba vacío. Una profunda congoja se apoderó del joven, quien estrechó con fuerza la pulsera de oro contra su pecho. Conmovido al descubrir el aspecto humano y generoso de la reina, su amor creció hasta lo inconcebible y se transformó en un fuego que abrasó primero su corazón y luego se expandió hacia su cuerpo, convirtiéndolo en una bola de llamas vivas. En ese estado, el joven iba de un lugar a otro, incendiándolo todo a su paso. Cuando la reina supo lo que estaba ocurriendo, escribió un conjuro y ordenó que la población se protegiera pronunciándolo. El conjuro decía así: “El amor de Yigui incendió su corazón y transformó su cuerpo en fuego. No lo miréis ni lo tratéis y echadlo lejos al mar.” Cuando la gente pronunciaba estas palabras, la bola de fuego incontrolable en que se había convertido Yigui se alejaba obediente sin producir ningún daño en los poblados, puesto que era la voluntad de su amada reina. Con el tiempo Yigui se convirtió en el dios del fuego y en el dios del amor apasionado, por lo que fue venerado y respetado por la gente común.
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